Georgia O’Keeffe, pionera del modernismo, brilla en la Tate
El Discurso
Lunes, 18 de Julio de 2016
Georgia O’Keeffe nació en Wisconsin en 1887 y murió en 1986, a los 98 años.
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La gran retrospectiva de Georgia O’Keeffe que abrió hace unos días en la Tate Modern es una rara oportunidad para el público británico de conocer a esta artista estadunidense de culto. En la misma temporada de apertura de la extensión de la Tate llamada Switch House, esta exhibición ilumina la determinación de la galería de ofrecer nuevas lecturas de viejos favoritos. La curadora Tanya Barson ha dado un nuevo giro a la historia de O’Keeffe, mostrándola como una artista progresista que fue influida por la fotografía y no una mera pintora de observación. La inclusión de la fotografía, si bien interesante, muestra nuevamente la falta de confianza de la institución en dejar que un solo medio prevalezca.
Georgia O’Keeffe nació en Wisconsin en 1887 y murió en 1986, a los 98 años. Quien sea lo bastante afortunado para vivir casi 100 años ha experimentado en ese lapso una gran franja de historia. O’Keeffe vivió a lo largo de dos guerras mundiales, 17 presidentes de su país, la gran depresión y la subsecuente migración del este al oeste, así con la gran sequía de la década de 1930. Se casó en 1924 con el destacado fotógrafo Alfred Stieglitz, de quien fue musa y para el que posó tanto vestida como desnuda. Él promovió a O’Keeffe en su galería y entre su extenso círculo de amigos. Irónicamente, fue él quien introdujo la idea de que las flores eran imágenes erotizadas, lectura que ella se afanó en negar a lo largo de su vida.
Flores para atrapar la mirada
Comienzo con este contexto para recordar la larga historia de artistas femeninas olvidadas, no porque O’Keeffe fuera una de ellas. El Museo de Arte Moderno en Nueva York montó una retrospectiva de su obra en 1946. Sus amapolas rojas aparecieron en un timbre postal estadunidense, y su hogar en Abiquiui, Nuevo México, hoy día abierto al público, aún atrae una peregrinación de reverentes turistas, hombres y mujeres. Su tema mejor conocido son las grandes flores que atrapan la mirada.
O’Keeffe absorbió el paisaje y el lenguaje de su hogar adoptivo en Nuevo México con fiereza y obstinación, como Paul Cézanne cuando pintó y repintó el monte Sainte-Victoire. Cierta vez en que me perdí cerca de Avignon descubrí que el suelo de esa montaña es de ese café rojizo visto y aceptado como licencia poética en los grandes paisajes del pintor.
En esta exhibición, las pinturas están arregladas en un orden más o menos cronológico y abarcan el tiempo en que la artista permaneció en Nueva York, así como en Lake George, donde pasaba los veranos durante los primeros años de su matrimonio con Stieglitz. Sus pinturas de Nueva York, creadas con frecuencia desde una perspectiva alta, encapsulan una ciudad bañada en una dramática luz nocturna, en tanto el tiempo pasado en Lake George refleja su apego a un paisaje de verdor; allí, escribió, me siento ahogada en verde.
O’Keeffe era fieramente independiente y lo siguió siendo en su edad avanzada. Le gustaba el excursionismo, andar de vagabunda en todos los climas, visitando sitios a menudo lejanos de su hogar. Este espíritu de pionera la condujo a interesarse por temas y vistas que experimentó en lo personal.
O’Keeffe es más conocida por sus pinturas de flores; observaba con cuidado las floraciones. Por desgracia la sala dedicada a ellas no es la más poderosa de la exposición actual, tal vez debido a restricciones de préstamo. Algunos de los mejores cuadros florales, como el suntuoso lirio púrpura, no están, pero sí el Estramonio de 1932, que en 2014 llegó a ser el más caro de una pintora jamás vendido en subasta, cuando fue adquirido por 44.4 millones de dólares.
Cerca de él hay naturalezas muertas bellamente observadas, una berenjena, un higo y un aguacate en toda su majestuosa sencillez. Una vez más nos dicen que son resultado de la observación de fotografías por la pintora; no niego que fuera amiga de Paul Strand y Anselm Adams ni su relación con Stieglitz; es un hecho que la visitaban y que fueron inspirados por el mismo paisaje que ella. Pero ella era una artista que constantemente reaccionaba a las locaciones con sus propios ojos.
Tránsito hacia el abstraccionismo
O’Keeffe descubrió Ghost Ranch (Rancho Fantasma) –la propiedad que llegaría a ser su hogar– en 1934, y la compró en 1940. La vista desde el rancho, una mesa chata, se volvió su favorita. La pintó y repintó, y en algún momento expresó: Dios me dijo que si la pintaba lo suficiente llegaría a tenerla. También descubrió el Black Place (Lugar Negro), otra locación que visitó varias veces en su vida al cruzar por territorio navajo. Esas colinas negras recurrentes en su obra, con frecuencia tan abstractas que casi son signos, se volvieron una de las locaciones de trabajos en serie a través de diferentes permutas mientras transitaba hacia el arte abstracto, en el que las formas se reducen a símbolos poderosos. Una serie de vistas en su puerta principal combinan la creciente abstracción de un artista como Piet Mondrian con la observación de Claude Monet, toda una hazaña en una mujer de principios del siglo XX.
Comparar estas pinturas con la serie de pajares de Monet es una conexión obvia, pero me parece que el viaje de Mondrian hacia la abstracción es más apropiado. Los árboles de Mondrian de principios del siglo XX evolucionan hacia una forma diferente, de rigurosa geometría, en tanto los bocetos de O’Keeffe de árboles de algodón apuntan a una esencia diferente de abstracción, más cercana a la artista canadiense Emily Carr, a quien O’Keeffe conoció, y a la lectura teosófica, serial y espiritual de la artista sueca Hilma af Klint.
He tenido la fortuna de visitar la región donde O’Keeffe trabajó y de observar los anchos cielos y la lisura del paisaje. Al caminar por los arroyos, cerca de su rancho, uno descubre en el suelo cráneos tostados al sol, así como artefactos de tribus abandonadas. No es sorprendente que se sintiera atraída hacia ellos, explorándolos y desplegándolos junto con otras imágenes, y algunas de esas pinturas no lucen bien aquí. Cráneo de mula con poinsettia rosa (1936), un cuadro extraño, refleja la continua exploración de temas mezclados y desplegados. Un grupo de representaciones de muñecas americanas nativas, Kachinas, parece acomodado a la fuerza con los paisajes colocados cerca. O’Keeffe viajó a México para conocer a Frida Kahlo, quien coleccionaba exvotos, y a Diego Rivera, y este grupo parece reflejar ese interés.
O’Keeffe fue quizá la primera artista que pintó el panorama desde un avión; sus tomas aéreas de nubes esponjosas y la horizontalidad del cielo fueron producidas a partir de recuerdos de sus vuelos de Nueva York a Santa Fe. Una vez más esto se atribuye a las fotografías del cielo y las nubes que tomó su esposo, pero cuando uno observa su Cielo arriba de las nubes III se puede ver la licencia pictográfica que O’Keeffe adoptó, haciendo esta pintura mucho más memorable que las fotografías de Stieglitz, por adorables que sean.
Existen muchos criterios para definir en qué reside la grandeza de un artista y cuánta influencia ejerce en otros. No hay duda de que la pintora estadunidense Agnes Martin siguió de cerca a O’Keeffe. No es sólo su proximidad física (Martin se asentó en Taos cuando se mudó al oeste, procedente de Nueva York): es la reacción al riguroso paisaje del lugar, la severa horizontalidad de la tierra y del cielo. Alguna vez me contaron que Martin siempre trazaba líneas de arriba abajo para evitar goteos, pero luego las desplegaba horizontalmente.
Esta es una muestra extraordinaria, una colección de casi 100 obras en celebración de una artista, que había demorado mucho en este país, pues la más reciente fue en 1993, en la galería Hayward de Londres. ¿Por qué me siento descortés? Tal vez porque al tratar de dar un cariz progresista a O’Keeffe hay una constante intervención de artistas masculinos –algunos ilustres– que parece innecesaria.
Georgia O’Keeffe fue un modelo para muchas artistas. Se podría decir que hubo un hombre detrás de su éxito inicial, que fue Stieglitz, pero ella vivió muchos años apartada de él. Fue una mujer que abrió su propio surco y esto queda claro en el inolvidable y revelador retrato de O’Keeffe tomado por Anselm Adams en 1937 desde atrás, con la perspectiva del cielo, la tierra y el horizonte frente a ella. Me parece que una cita de ella resume esta grata aunque no del todo lograda exposición: Una mujer que ha vivido muchas cosas y que ve las líneas y colores como expresión de vida podría decir algo que un hombre no; siento que hay algo inexplorado en las mujeres que sólo una mujer puede explorar. Ya los hombres han hecho todo lo que podían al respecto.
La exhibición de Georgia O’Keeffe en la Tate Modern de Londres continúa hasta el 5 de octubre.